Del otro lado del escritorio

Jésica hoy tiene 21 años y decidió contar su experiencia, tan cruda como poéticamente. La invasión, el acoso y la violencia en un aula, en su espacio adolescente, en ese lugar destinado a crecer y no a sentarse a llorar. La violencia que violenta.

Por Jésica Dittrich

Tenía 17 años y un par de meses. Y luego llegaron los 18. Cargaba en mis espaldas una mochila rosada, como siempre. Allí tenía libros, pocas lapiceras y carpetas. Pero también miedo y temblores, que jugaban a las pulseadas con los chistes y las risas. Y con el silencio. Con un silencio que se hacía carne en el medio de un barullo con perfume de adolescencia.

El reloj sentenciaba que eran las 14:30 cuando el recreo moría y debía ingresar a un aula de color blanco impoluto. Y allí estaba él. Me miraba con sus marrones ojos que aún me producen asco. Repulsión. Allí, detrás del escritorio y envuelto en papeles con números, lanzaba una carcajada provocada por mi rostro tieso y mis repentinas muecas de susto. Mis siete compañeros hacían lo mismo que él: lo apoyaban, lo aplaudían. La loca era yo. La exagerada. La sensible. La tonta que no se bancaba nada. Bah, la pelotuda, ¿para qué escatimar expresiones?

La clase comenzaba y también lo hacían sus comentarios disfrazados de chistes. Vulnerada, quedaba expuesta a sus burlas. Con una tiza en mano escupía frases como “ay, si yo te veo con ese shortcito con el que saliste el sábado, quedás desgarrada”, “que buen orto tenés”, “que ganas de hacer milanesas con ese orto”, “a ver, parate y ponete de espaldas que te quiero ver”. Y así, decenas. Día a día. Hora a hora. Segundo a segundo. Terribles segundos. Los 80 minutos del módulo terminaban. Tomaba mis apuntes y salía corriendo por el suelo de concreto del patio de la escuela. En el camino lloraba. Con ganas, con fuerza. Las lágrimas brotaban cada vez que recordaba sus palabras, sus miradas, los festejos de aquellos a los que llamaba amigos.
Mis quejas quedaban cubiertas por un halo de risas. Y también de indiferencia. Tapar todo era la norma. Era lo normal. “Shh, nena. No hablés”. Calladita me querían. “Shh”, me decían. Era una buena estudiante y no tenía que generar problemas. Y shh, otra vez. Había que hacer como si nada pasaba, porque, al fin y al cabo, la culpa era mía. Me hacían creer eso. Y yo hasta llegué a dudar de mi posición de víctima. La culpa era mía por usar jeans ajustados, por salir en medio de la clase y caminar frente a él, por no bancarme sus considerados chistes, por enojarme. “Pasa que él disfruta de que vos te enojes. Vos reíte y vas a ver que no te va a molestar más”, era el remedio que me daban para enfrentar al acoso. Shh. No había mucho para decir. Aunque yo sabía que sí. Pero shh.

Y todo continuó. Y hasta se hizo más grande. Más denso. Más doloroso. Un viaje largo, las luces apagadas, el colectivo en movimiento, una ruta sin testigos. Mi cuerpo dormido, mis piernas involuntariamente un poco abiertas y mis bajas defensas. Alumnos descansando, profesores mirando sus celulares y otros con los ojos cerrados. Su mano derecha, su risa despreciable. Mis brazos, mi cintura, mi piel. Mi cuerpo. Y mi horror. Mi resistencia. O intento de ella. Su “no dejás que te toquetee, che”, arrojado con molestia. Mi llanto de impotencia, de dolor, de asco. De todo. De un todo que era tan grande que se intentó minimizar. Se quiso hacer pequeño hasta convertirlo en invisible. La impunidad y el patriarcado formaban  (y siguen formando) una fórmula que daba como resultado el “acá no ha pasado nada”. Una fórmula con tanto peso como las que él nos quería enseñar en un verde y rugoso pizarrón desde el que me denigraba como alumna. Como mujer. Como persona.

No, nunca me pegó. No, jamás me violó. Pero sus manos en mi figura, sus palabras en mis oídos y la indiferencia de los que me rodeaban dejaron marcas que aún las llevo conmigo, impresas con fuerza. Tengo cicatrices invisibles en mi piel, pero también mantengo la firme convicción de que ellas se cerrarán cada vez que mi boca haga lo contrario.